miércoles, 15 de junio de 2011

Del impuesto extraordinario

Desde que se organizó la sociedad se ha creado un sistema por el cual los gastos sociales se han cubierto por impuestos. Es la forma más lógica de convivir, de afrontar con seguridad un porvenir que puede mostrarse aciago, una forma de crear estabilidad común a pesar de las calamidades que puedan afectar a una parte de la población, una evidente aplicación del aforismo “hoy por ti, mañana por mí”.
Al fin y al cabo los múltiples seguros que nos envuelven en nuestro quehacer diario no es más que el paradigma del razonamiento: si la desgracia afecta a algunos y cuesta equis, si lo pagamos  entre todos pagamos un poco pero nos aseguramos de que si uno de esos pocos somos nosotros, tendremos la desgracia cubierta al menos en su aspecto económico. Esto es aplicable no sólo a las desgracias, también a las necesidades variables en el devenir vital: educación en la época juvenil, jubilación en el ocaso. Pero la sociedad no sólo está formada por individuos solidarios, egoístamente solidarios si se quiere, sino por lo que los anglosajones denominan con su especial intuición lingüística los free riders, los que cabalgan gratis. De tal forma que cuantos más servicios sociales se dispensan, más se apuntan a la insolidaridad. No van por ahí las intenciones de este artículo que merece un análisis político y social aparte nada desdeñable. Es justo el otro extremo porque el caso anterior generalmente se da en las clases menos pudientes y el que propongo aquí es más transversal pero cuyas consecuencias repercuten más en las clases menos pudientes que son las que pagan este impuesto extraordinario.
A estas alturas ya debería desvelar de qué se trata: ni más ni menos de la inseguridad ciudadana, esa que alimenta a través de este impuesto, en el sentido literal del término, cuota niveladora de rentas para satisfacer necesidades sociales. En toda sociedad hay gente dispuesta a vivir a costa de lo que otros se afanan en ganar según la maldición  “con el sudor de su frente”, al igual que hay gente que morirían literalmente antes que atreverse a obtener unas ganancias ilícitas o lo que es peor, utilizando la violencia. Cuanto más fácil se les ponga, y aquí el protagonismo de la justicia y de las fuerzas policiales es indudable, mayor será el desplazamiento de la media hacia la banalización de los principios sobre los que se mantiene la sociedad. Si creemos que debe haber respeto hacia el semejante, exijamos ese respeto. Si creemos que debe haber propiedad privada, también. Si por el contrario creemos que podemos apañarnos con lo que ha sido una norma en toda la historia, la ley del más fuerte, tengamos la suficiente honestidad de confesarlo y salgamos a la calle con nuestro Colt, Astra o Baretta. Al fin y al cabo así ha sido hasta no hace mucho y en según que zonas del globo terráqueo se practica hoy. Convendrán conmigo en que no se forja una sociedad creíble y que progrese pero al fin y al cabo somos lo que somos. Si optamos por esta posibilidad no necesita, estimado lector, seguir leyendo. Si por el contrario aceptamos como base el respeto al semejante y la propiedad privada, repito que la justicia debe ser tal y la represión, impronunciable palabra hoy, de las actitudes incívicas, siempre bajo el imperio de la ley, llevada a cabo con el celo necesario. ¿Es posible que hoy sigan enervando nuestro vello las historias de Robin Hood y El Tempranillo? ¿Por qué sigue siéndonos atractivo el que se rebela a lo legalmente constituido? ¿De dónde surge nuestro sentimiento de admiración a algo tan sumamente anacrónico como el bandolerismo?¿Serán restos atávicos de nuestro instinto violento cuando los hombres debían ser seleccionados por las mujeres por su fuerza y su arrojo?
Habermas explica que en una sociedad democrática y libre tiene que entender que la ley no es algo impuesto sino que es una norma que la propia sociedad se impone para que el conjunto pueda afrontar el acontecer vital. Parece que no nos lo creamos, seguimos en nuestros trece de que la ley la impone el fuerte y su deducción lógica es que quien tiene el valor de afrentarla merece un especial reconocimiento. En el movimiento pendular se ven atisbos juveniles de otra forma, un movimiento hacia el otro extremo, el peso de la ley entendida literalmente, sin proporcionalidad. Está en el tejado del político evitar ese movimiento, pero parece como si siguieran con la inercia de tiempos ultra, pero que muy ultrapasados, cuando la policía estaba al servicio del partido político y represión, la palabra innombrable, era sinónimo de injusticia. Hoy esa policía está al servicio del ciudadano y bajo la ley, las garantías son absolutas y no hay más abusos que los que se cometen en otros ámbitos sociales y si me permiten probablemente muchos menos. La justicia aplica la ley, ni más ni tampoco menos. ¿Dónde se falla? Justo en esta, la ley política, elaborada por una óptica entre ingenua y temerosa por una generación cuyo pasado pesa como losa sepulcral, una generación que actúa como si ella misma no creyera en la evolución política que ha tenido el pueblo español. Será su responsabilidad no llevar a cabo las modificaciones necesarias para hacer imperar el respeto que todos nos merecemos y seguiremos pagando impuestos irregulares, impuestos que unos pagarán al salir del metro o al volver a casa, una casa situada en un barrio periférico mal iluminado, un impuesto extraordinario.

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